El santo poseedor de una finura espiritual y una profundidad intelectual extraordinarias, Agustín de Hipona no solo ha dejado una huella indeleble en la tradición eclesiástica latina sino que su pensamiento puede ser considerado decisivo para la ciencia, la teología y la filosofía occidentales. En San Agustín toda alma inquieta que busca la verdad encuentra un amigo seguro y fiable. Es el santo patrono de "los que buscan a Dios”.

“Tarde te amé, oh Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tarde te amé”, dice San Agustín (354-430) en sus Confesiones.

Este gran santo es considerado como uno de los Padres de la Iglesia, y forma parte también de la lista de los 36 Doctores de la Iglesia. Fue un brillante orador, filósofo y teólogo, autor de célebres textos entre los que se encuentran las “Confesiones” y "La ciudad de Dios". Sirvió a la Iglesia como sacerdote y obispo.

San Agustín de Hipona nació el 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Tagaste, ubicada al norte de África, en lo que hoy sería Argelia. Sus padres fueron Patricio, un ciudadano romano, y Mónica, una mujer cristiana de probada virtud que también alcanzaría la santidad por su abnegación y perseverancia, rezando y luchando por la conversión de su esposo y de su hijo, Agustín.

Durante su juventud, Agustín se entregó a una vida libertina, dada a los placeres mundanos. Convivió con una mujer durante catorce años, con la que tuvo un hijo de nombre Adeodato, que murió siendo muy joven.

Agustín, antes de su conversión al cristianismo, tuvo la pretensión de ser un hombre de fama y prestigio. Sin duda, su brillantez e inteligencia excepcional lo ayudaron a convertirse en un gran orador. Abrazó diversos tipos de doctrinas y creencias, y por largos años estuvo vinculado a la secta de los maniqueos hasta que conoció a San Ambrosio, obispo de Milán, cuyo testimonio de sabiduría y habilidad retórica lo dejaron impresionado como nada lo había hecho antes. Providencialmente, Agustín pudo reconocer en aquel hombre santo tanto la luz de la Verdad que faltaba en su vida como, por contraste, la oscuridad en la que se encontraba la suya.

Un día, cuando Agustín estaba en un jardín, sumido en una profunda melancolía, escuchó la voz de un niño que le decía : "Toma y lee; toma y lee". El Santo abrió, como al azar, una biblia que tenía al lado. Se encontró con el capítulo 13 de la carta de San Pablo a los romanos que decía:

"Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos...revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias" (Rom 13,13-14). Aquel texto afianzó su proceso de conversión y desde ese momento resolvió permanecer casto y entregar su vida a Cristo.

En el año 387, Agustín fue bautizado junto a su hijo; tenía cumplidos los 33 años. Siempre consideró que su conversión fue tardía y que desperdició buena parte de su vida buscando lo más grande en cosas que son pura apariencia. La muerte de su madre, Santa Mónica, ese mismo año, le dejó un gran sinsabor. Agustín había tomado conciencia por fin de todo el amor y empeño que había puesto su madre en que él cambiase de vida y reciba a Cristo. Nunca antes había percibido con tanta claridad que su madre había sido una mujer de amor profundo a su familia porque era una mujer llena de amor a Dios. Esta dura experiencia, que se combinaba con una gratitud insondable, marcaría a Agustín para el resto de su vida.

De regreso a África, el Santo se propuso llevar una vida de meditación y oración. Sin embargo, Dios tenía otros planes para él.

Un día, asistiendo a la Eucaristía en Hipona, fue interpelado por el obispo Valerio, quien ya había recibido noticias sobre su conversión. Entonces, Valerio le dijo que necesitaba con urgencia un sacerdote que lo asistiera en su encargo pastoral. Aunque la idea no le agradó inicialmente, Agustín tomó aquel cuestionamiento como un llamado del Señor.

Así, después del tiempo y la preparación indicada, es ordenado sacerdote; y, cinco años después, obispo. Gobernó la diócesis de Hipona por 34 años, empleando sus dotes intelectuales y espirituales para atender las necesidades del rebaño que Dios le había encomendado.

Combatió las herejías de su tiempo, debatió contra las corrientes contrarias a la fe, acudió a varios concilios de obispos en África y viajó constantemente predicando el Evangelio. No pudo evitar que la entrega a su labor episcopal le forjara un gran prestigio dentro y fuera de la Iglesia, especialmente por su lucidez, valor y sabiduría.

En agosto de 430 se enfermó y el día 28 de aquel mes falleció. Su cuerpo fue enterrado inicialmente en Hipona, pero luego fue trasladado a Pavia, Italia.

En las últimas décadas, los pontífices han vuelto constantemente a la figura de este gran Santo y lo han presentado como ejemplo e inspiración para los cristianos de nuestro tiempo. San Juan Pablo II en 1986, con ocasión del XVI Centenario de la Conversión de San Agustín, publicó la carta apostólica “Augustinum Hipponensem” con el propósito de difundir la vida y obra de este Doctor de la Iglesia.

En enero del 2008, el Papa Emérito Benedicto XVI se refirió a él como “hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral… dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo”. Benedicto XVI suele decir que Agustín fue un “buen compañero de viaje” en su vida y ministerio.

En agosto de 2013, el Papa Francisco, durante la Misa de apertura del Capítulo General de la Orden de San Agustín, se refirió al Santo en estos términos: “Es el hombre que comete errores, toma también caminos equivocados, peca -es un pecador-, pero no pierde la inquietud de la búsqueda espiritual. Y de este modo descubre que Dios le esperaba; más aún, que jamás había dejado de buscarle Él primero”.