En su entrada principal, la estación de trenes de Lviv tiene una vieja pantalla eléctrica en la que se anuncian los horarios de los trenes, similar a las que hay en tantas otras ciudades del mundo. Sin embargo, con la guerra en Ucrania aún encendida, ya casi nadie levanta sus ojos para observarla.

No tiene sentido. Los trenes que llegan y salen de esta ciudad del oeste de Ucrania aparecen cuando pueden, y la precisión horaria es una quimera que los desplazados ucranianos, padecen sin gritos, ni quejas, cargando pacientemente sus vidas en atestadas valijas, bolsas de plástico, y mochilas rebosantes.

Ahora, cuando este hormiguero de desesperados ha disminuido en número y consistencia después de semanas de llegadas masivas, han aparecido aquí mismo otras almas en pena que no hacen el viaje que la mayoría de los que han huido hicieron antes que ellos, yendo desde las primeras líneas de batalla en el este, norte y sureste de Ucrania hacia el más tranquilo oeste y los países europeos limítrofes con Ucrania. Hacen la travesía al revés, del Oeste hacia el Este. Allí donde la guerra es el infierno de una bomba o un misil que cae cerca, y mata a madres, hermanos e hijos.

No se trata de pura valentía. Es, además, un reflejo de la complejidad de guerra. La voluntad de volver donde están amigos y familiares que no se han podido ir, y que siguen bajo la carnicería de la guerra.

El momento histórico que les ha tocado vivir es terrible, pero el instinto de supervivencia ha prevalecido. Lo explica muy bien, aunque casi entre sollozos, un padre que se dirige hacia la martirizada ciudad de Mariupol. Cuenta que lo peor fue que la guerra le sorprendiese lejos de su país, en el extranjero.

"Fue un horror tener allí, en Mariupol, a mis dos hijos pequeños, solos con mi primera esposa y yo lejos, sin posibilidades para regresar rápidamente para ayudarlos y salvarlos", afirma el hombre que, por miedo, pide guardar el anonimato al ser entrevistado poco antes de abordar un tren en dirección a la ciudad de Dnipro.

"Desde hace días no sé nada de ellos, si están muertos o están vivos. Unos conocidos me dijeron que podrían estar en Dnipro o Zaporiyia. Los buscaré en todas partes, en hospitales y refugios, tengo dinero, y lo intentaré hasta que no pueda más", añade, cuando su segunda mujer lo interrumpe para que no dé demasiados detalles sobre su periplo.

Otra es la historia de Oksana, cuyo esposo es militar y quien vive en Kiev.

"Regreso a mi ciudad pues la situación está menos tensa, y quiero estar con mi marido. Aún tengo miedo pero ese es mi hogar", cuenta, mientras aguarda junto a su hija pequeña en un andén de un tren que viaja hacia la capital de Ucrania, unos 500 kilómetros al este de Lviv.

"Nos habíamos refugiado en Polonia, pero allí el principal problema es el alojamiento, no teníamos dónde quedarnos y queremos volver a nuestros hogares, donde están nuestras familias y amigos", afirma Andrei, un joven que habla en voz tan baja que apenas se le puede oír, y que se dirige a Zhitomir, una pequeña ciudad caída en la mira de Rusia por su aeropuerto y donde también los ataques alcanzaron una escuela y un hospital infantil.

Volodimir Solopii es un empresario de Kiev que trabaja en el sector de la logística. En los últimos días, su trabajo ha cambiado radicalmente. Ahora su principal misión es salvar a las decenas de tractores y otras maquinarias agrícolas que granjeros usan para la boyante agricultura del país, y que se teme sean alcanzados por las bombas o caigan en manos del enemigo.

Por eso, Volodimir viaja a menudo del Este hacia el Oeste, y al revés. "La razón es que muchos han decidido traer a zonas más seguras, como Lviv y sus alrededores, a todos sus vehículos agrícolas, que son muy costosos, para evitar que se pierdan", cuenta, desde la estación de Lviv. "Muchos tractores se encontraban en la zona de Zaporiyia", un aérea de combates, afirma.

Pero no solo en tren se viaja hacia el Este.

Al baterista Dmytro,"Dima" para sus conocidos, se le acelera el corazón cada vez que piensa en el sonido de la artillería rusa que se ha ensañado con su ciudad, Jarkov, limítrofe con las regiones separatistas prorrusas de Lugansk y Donetsk, donde la guerra estalló en 2014.

Hace pocos días, la guerra cayó sobre el décimo tercero piso del edificio en el que vivía, y mató a su abuela y a su padre. Pero Dmytro no reflexiona en ello. Tan solo piensa en ayudar a los que no han muerto. Su vida solo eso le permite, en tiempos de guerra.

Como decenas de ucranianos, Dima decidió no quedarse con los brazos cruzados y se ha organizado junto con un amigo, Vadim.

Con un gastado furgón blanco, llevan ayuda humanitaria –medicinas, ropa, bolsas de dormir- desde el este hacia el oeste de Ucrania, y ayudan a evacuar a vecinos que escapan de los continuados bombardeos del Ejército ruso y que se encuentran en los dos días del camino hacia su destino, a unos 1.500 kilómetros de distancia.

"La primera vez lo hice para mis amigos, y luego para los amigos de mis amigos. También ayudé a mi familia, no querían irse de casa porque era duro para ellos", afirma Dima que, en su teléfono, conserva imágenes de lo que se va encontrando en el camino, del humo y de la destrucción.

"Da miedo, muchas veces hemos estado muy nerviosos, sobre todo cuando hemos pasado por un checkpoint o cuando hemos estado cerca de los ataques con artillería o han caído bombas", añade Vadim, cuya familia sigue en Jarkov.

Vadim y Dmytro aseguran que seguirán haciendo estos viajes también en las próximas semanas, no se detendrán. "Lo hacemos porque nos une una idea y el dolor. Yo personalmente no puedo quedarme sin hacer nada. No puedo estar quieto, y olvidarme de todo", reflexiona Vadim que, en su anterior vida antes de la guerra, era el administrador local de una empresa internacional de programas informáticos.