La máxima de vida de San Benito -con la que ha inspirado a miles de hombres y mujeres a vivir para Dios- fue “Ora et labora” (ora y trabaja), la síntesis perfecta de su programa de vida, un llamado a vivir la unidad entre contemplación y la acción.

El legado de este gran santo ha influido de manera definitiva en la formación y desarrollo del monacato y hoy, después de muchos siglos, sigue inspirando a quienes asumen la tarea de hacer de la oración acción, y de la acción oración. El ideal de Benito era la entrega completa del monje a Dios: una entrega a tiempo completo.

San Benito nació en Nursia (Italia), en el año 480. Tuvo una hermana gemela, nada menos que Santa Escolástica. Después de haber estudiado retórica y filosofía en Roma, se retiró a la ciudad de Enfide (actual Affile) para dedicarse con mayor profundidad al estudio y la disciplina ascética.

No conforme con lo logrado hasta entonces, con 20 años, se fue al monte Subiaco para vivir en absoluta soledad en una cueva, con la guía espiritual de un ermitaño. Años después, como parte de su búsqueda se unió a los monjes de Vicovaro, quienes lo eligieron prior en virtud de su espíritu disciplinado.

En Vicovaro surgieron las primeras animadversiones contra Benito, nacidas en los corazones de los monjes que no estaban de acuerdo con la disciplina que el santo exigía. Fue así que algunos de sus hermanos llegaron al punto de conspirar para matarlo. Cuenta la tradición que un día, a la hora de los alimentos, uno de los hermanos le sirvió agua al abad en un vaso envenenado. El abad Benito recibió el agua y la puso sobre la mesa, frente a sí. Antes de beber, hizo la señal de la cruz sobre la copa y sin querer la golpeó, cayó al suelo, y se hizo pedazos. Un alboroto inusitado se produjo tras el hecho y los conspiradores quedaron en evidencia. Esto precipitó que San Benito se aleje de aquel monasterio, no sin antes reprochar a aquellos “hombres de Dios” la gravedad de lo que habían hecho.

Edificador de Europa

Pasado aquel triste episodio, junto a un grupo de jóvenes animados con su enseñanza, Benito se dedicó a la fundación y organización de otros monasterios por distintos lugares de la Europa central, entre los que destacó el construido en Monte Cassino (Italia). Advertido de que la vida monástica requiere orden y armonía, se animó a escribir su famosa “Regla”, inspiración para innumerables reglamentos de comunidades religiosas a lo largo del tiempo. Por otro lado, el santo abad trabajó en hacer de los monasterios auténticos centros de formación humana, espiritual y de preservación de la cultura. Gracias a estas notas características, su proyecto espiritual cobró forma y se convirtió en una red cultural y espiritual que enlazó a la Europa de ese tiempo. La vida monástica suscitó el entusiasmo de miles de cristianos llamados a dejar el mundo atrás y dedicarse a Dios en el silencio de un monasterio.

El monacato europeo fue la base para la expansión de la cultura cristiana en el Viejo Continente, la semilla de los sistemas educativos y la reserva cultural de Europa. La mayoría de ciudades importantes de la Europa de hoy surgieron alrededor de algún monasterio, o se organizaron a su ritmo e inspiración.

El deber de un monje

Siempre que se presta atención a la figura de San Benito hay que hacerlo con respeto y cuidado. Existe la tentación de reducir su obra a un intento puramente organizacional resultado de cierta obsesión con la disciplina. Incurrir en una simplificación así no es más que un error. Nada más lejos que identificar la vida religiosa con los sacrificios exteriores sin sentido. Se debe tener presente que el padre del monacato fue antes que cualquier cosa un hombre de oración, una persona consciente de que la oración es indispensable para transformar la vida y relacionarse con Dios. La práctica de la caridad debe ir unida a la relación íntima con Dios.

Benito fue un hombre exigente ciertamente, pero también reconocido por su trato amable y generosidad. Su día a día empezaba de madrugada cuando se levantaba para rezar los salmos y meditar la Escritura. Solo salía a predicar después de haber cumplido con sus deberes en el monasterio. Gustaba de practicar el ayuno y tenía la convicción de que los monjes debían ocupar su tiempo en algún tipo de esfuerzo físico. El trabajo era para él un honroso camino hacia la santidad.

Lejos del mundo, más cerca del cielo

San Benito realizó muchos milagros en vida: curó enfermos y resucitó muertos. Se enfrentó al demonio personalmente y practicó exorcismos, siempre con la cruz en la mano -de allí la devoción a la Cruz de San Benito-. Recolectó limosna para asegurar el alimento a sus hermanos y ayudar a los necesitados. Consoló a muchos que se hundieron en la tristeza y les devolvió el ánimo.

El gran abad murió el 21 de marzo del año 547, pocos días después de su hermana, Santa Escolástica. San Benito murió en la capilla de su monasterio, con las manos levantadas al cielo, mientras oraba, haciendo eco de sus propias palabras: "Hay que tener un deseo inmenso de ir al cielo".