En la audiencia general de este miércoles 23 de agosto, el Papa retoma el ciclo de catequesis dedicadas al tema del celo apostólico, reflexionando sobre la evangelización en el continente americano. Francisco ofrece a los fieles presentes en la audiencia general el testimonio de santo mexicano Juan Diego, a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe haciendo llegar su mensaje a todo el Pueblo fiel de Dios.

La Virgen María se encarna en la vida de los pueblos

El Evangelio, afirma el Papa al iniciar su catequesis, había llegado al Nuevo Continente antes de la aparición mariana en Guadalupe, pero "había sido acompañado por intereses mundanos":

En lugar del camino de la inculturación, se había tomado con demasiada frecuencia el camino presuroso de implantar y e imponer modelos preestablecidos, faltando el respeto a los pueblos indígenas. La Virgen de Guadalupe, en cambio, aparece vestida con las prendas de los indígenas, habla su lengua, acoge y ama la cultura local.

Juan Diego, una persona humilde

El Papa observa que el Evangelio se transmite en la lengua materna, la más adecuada para ser comprendida por la gente, y aprovecha para agradecer a las madres y a las abuelas que son las primeras anunciadoras de la fe hijos y nietos. A continuación, describe la figura de San Juan Diego diciendo:

Era una persona humilde, un indio del pueblo: en él se posó la mirada de Dios, que ama hacer maravillas a través de los pequeños.

El anuncio requiere constancia y paciencia

A continuación, relata la extraordinaria historia vivida por Juan Diego, que comenzó en diciembre de 1531, a la edad de 55 años. Un día, durante un viaje, el hombre ve en un cerro a la Madre de Dios, que le llama "mi hijito amado Juanito" y le invita a presentarse ante el obispo para pedirle que construya un templo en aquel lugar. Varias veces tiene que volver a hablar con el obispo porque al principio no le creen y varias veces María le consuela y le anima. Francisco subraya:

He aquí la fatiga, la prueba del anuncio: a pesar del celo, llega lo inesperado, a veces de la misma Iglesia. Para anunciar, en efecto, no basta dar testimonio del bien, es necesario saber soportar el mal. No lo olvidemos: para anunciar el Evangelio no basta con dar testimonio del bien, sino que hay que saber soportar el mal. El cristiano hace el bien, pero soporta el mal. Ambas cosas van juntas; la vida es así. Incluso hoy, en tantos lugares inculturar el Evangelio y evangelizar las culturas requiere perseverancia y paciencia, requiere no temer el conflicto, no desfallecer. Estoy pensando en un país donde los cristianos son perseguidos, porque son cristianos y no pueden hacer su religión bien y en paz.

Las sorpresas de Dios

Para poder creer a Juan Diego y cumplir su petición, el obispo pide una señal, la Virgen le anima diciéndole: "¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?".

Es hermoso, esto, la Virgen muchas veces cuando estamos en la desolación, en la tristeza, en la dificultad, también nos lo dice a nosotros, en el corazón: "¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?" Siempre cerca para consolarnos y darnos fuerzas para seguir adelante.

Y es la misma Virgen quien invita al indio a recoger flores en lo alto de la colina y a dárselas, llevándolas en su manto, al obispo:

Y he aquí: en la tela del manto aparece la imagen de Nuestra Señora, aquella extraordinaria y viva que conocemos, en cuyos ojos aún están impresos los protagonistas de aquel tiempo. He aquí la sorpresa de Dios: cuando hay voluntad y obediencia, Él puede realizar algo inesperado, en tiempos y modos que no podemos prever.

Los santuarios oasis de consuelo y misericordia

Así se construye el santuario y Juan Diego dedica su vida a acoger a los peregrinos y a evangelizarlos. Y el Papa concluye:

Esto es lo que sucede en los santuarios marianos, meta de peregrinación y lugar de anuncio, donde todos se sienten como en casa (...). Allí se acoge la fe de modo sencillo, se acoge la fe de modo auténtico, de modo popular, y la Virgen, como dijo a Juan Diego, escucha nuestros llantos y cura nuestras penas. Aprendamos esto: cuando hay dificultades en la vida, acudamos a la Madre; y cuando la vida es feliz, acudamos a la Madre -también- para compartirlo. Necesitamos acudir a estos oasis de consuelo y de misericordia, donde la fe se expresa en lenguaje materno; donde depositamos las fatigas de la vida en los brazos de la Virgen y volvemos a la vida con paz en el corazón, tal vez con la paz de los hijos.