“Cuando el hombre se cree que se hace a sí mismo y se olvida de la gratitud, olvida la realidad fundamental de la vida: que el bien viene de la gracia de Dios, de su don gratuito”: fueron palabras del Papa Francisco en su reflexión previa a la oración del Ángelus del segundo domingo de octubre, reflexionando sobre la parábola evangélica que relata las vicisitudes de un propietario de una viña que arrienda la plantación a unos viñadores.

Asomado desde la ventana del Palacio Apostólico, ante una soleada plaza de San Pedro Francisco habló a los peregrinos congregados de esta “parábola dramática con un final triste” (cfr. Mt 21,33-43): la del dueño de una viña que la arrienda porque debe irse al extranjero y cuando llega el momento de la vendimia, “envía a sus siervos para recibir los frutos. Pero los viñadores los maltratan y los matan”; y cuando manda a su hijo, “ellos lo matan también”.

Francisco observó que “el propietario hizo todo bien, con amor”, confió la viña a los viñadores “arrendándoles su preciado bien y tratándolos de manera justa, para que estuviese bien cultivada y diese fruto”.

Sin embargo, en la mente de los viñadores se insinuaron pensamientos ingratos y ávidos. “No tenemos necesidad de dar nada al dueño. El producto de nuestro trabajo es solamente nuestro. ¡No tenemos que rendir cuentas a nadie!”.

"Tengan siempre en cuenta – enfatizó el Santo Padre – que en la raíz de los conflictos siempre hay algo de ingratitud y pensamientos ávidos, de poseer pronto las cosas”.

Según el Papa, los viñadores “deberían estar agradecidos por todo lo que han recibido y por el modo en que han sido tratados.  En cambio, señaló, “la ingratitud alimenta la avidez, y crece en ellos un sentimiento progresivo de rebelión que los lleva a ver la realidad de manera distorsionada, a sentirse acreedores en vez de deudores del propietario que les había dado trabajo”. Y así “de viñadores se convierten en asesinos”.

El Santo Padre recordó entonces “lo que sucede cuando el hombre se cree que se hace a sí mismo y se olvida de la gratitud”, olvidando así “la realidad fundamental de la vida: que el bien viene de la gracia de Dios, que el bien viene de su don gratuito”.

Cuando olvida esto, la gratuidad de Dios, termina por vivir la propia condición y el propio límite no ya con la alegría de sentirse amado y salvado, sino con la triste ilusión de no tener necesidad de amor ni de salvación. Uno ya no se deja querer, y se encuentra prisionero de su propia codicia, prisioneros de la necesidad de tener más que los demás, de querer estar por encima de los demás.

De ahí –indicó– provienen tantas insatisfacciones y recriminaciones, tantas incomprensiones y tantas envidias; y que, a causa del rencor, se puede caer en el torbellino de la violencia.

“Sí, queridos hermanos y hermanas, ¡la ingratitud genera violencia, nos quita la paz y nos hacer sentir y hablar gritando, sin paz, mientras que un simple “gracias” puede restablecer la paz!”

Por ello, el Pontífice invitó a preguntarnos si nos damos cuenta de que hemos recibido la vida como un don, que todo comienza por la gracia del Señor. "Y sobre todo en respuesta a la gracia, ¿sé decir 'gracias'?", preguntó.  

“Las tres palabras que son el secreto de la convivencia humana: gracias, permiso, perdón. ¿Yo sé decir estas tres palabras?”

“Preguntémonos – añadió – si esas pequeñas palabras, ‘gracias’, ‘permiso’, ‘perdón’, ‘disculpa’ están presentes en nuestras vidas”.

Al concluir su alocución, Francisco dirigió su oración a María para que “nos ayude a hacer de la gratitud la luz que surge todos los días del corazón”.