Para subir al Cielo con Cristo debemos avanzar unidos, alejarnos de las mezquindades, estar cerca de los que sufren, y no quedarnos anclados en las cosas pasajeras, el dinero, los placeres, los éxitos, sino practicar las obras de amor. Es la indicación del Papa Francisco en su alocución previa a la oración del Regina Coeli en la Solemnidad de la Ascensión del Señor.

En su catequesis, el Pontífice reflexiona sobre el pasaje del Evangelio de Marcos que narra la Ascensión del Señor y utiliza un paralelismo con el camino en cordada por las montañas.

La Iglesia, cuerpo unido que Jesús lleva consigo hacia la meta

“El regreso de Jesús al Padre se nos presenta no como un alejamiento de nosotros, sino sobre todo como un modo de precedernos hacia la meta”, afirma el Papa y ejemplifica: “Como cuando en la montaña se sube hacia la cima: se camina, con fatiga, y finalmente, en un recodo del sendero, el horizonte se abre y se ve el panorama. Entonces todo el cuerpo vuelve a encontrar la fuerza para afrontar la última subida. Todo el cuerpo – brazos, piernas y todos los músculos – se tensa para llegar a la cumbre. Y nosotros, la Iglesia, somos precisamente ese cuerpo que Jesús, ascendido al Cielo, arrastra consigo como en una ‘cordada’”.

Es Él quien nos desvela y nos comunica, con su Palabra y con la gracia de los Sacramentos, la belleza de la Patria hacia la que nos encaminamos.

Del mismo modo también nosotros, sus miembros, como los escaladores que tienen que estar unidos para llegar a la cima, “subimos con alegría junto a Él, la cabeza, sabiendo que el paso de uno es un paso para todos - precisa el Papa - y que nadie debe perderse ni quedar atrás porque somos un cuerpo solo. Paso a paso, peldaño a peldaño, Jesús nos muestra el camino. ¿Cuáles son esos pasos a dar?”

Realizar obras de amor

El Evangelio hoy dice: “Anunciar el Evangelio, bautizar, expulsar a los demonios, enfrentar a las serpientes, sanar a los enfermos” (cf. Mc 16,16-18); en resumen, llevar a cabo las obras del amor: dar la vida, llevar la esperanza, mantenerse alejado de todo mal y mezquindad, responder al mal con el bien, estar cerca de quien sufre. Y cuanto más hacemos esto, más nos dejamos transformar por su Espíritu, más seguimos su ejemplo y más, como en la montaña, sentimos que el aire en torno a nosotros se vuelve ligero y limpio, el horizonte amplio y la meta cerca, las palabras y los gestos se convierten en buenos, la mente y el corazón se agrandan y respiran.

¿Está vivo en mí el deseo de vida eterna?

El Pontífice invita entonces a preguntarnos: “¿Está vivo en mí el deseo de Dios, de su amor infinito, de su vida que es vida eterna? ¿O estoy aplanado y anclado a las cosas pasajeras, al dinero, al éxito, a los placeres? Y mi deseo del Cielo, ¿me aísla, me cierra o me lleva a amar a los hermanos con ánimo grande y desinteresado, a sentirlos compañeros de camino hacia el Paraíso?”

Al concluir su reflexión, el Santo Padre se encomienda a María, para que ella, que ya llegó a la meta, “nos ayude a caminar juntos con alegría hacia la gloria del Cielo”.